Dictadura

El primer viernes de cada octubre se festeja el día mundial de la sonrisa, idea de celebración que se le atribuye a Harvey Ball (1921-2001), un diseñador gráfico estadounidense que creó en los años ’60 del siglo pasado la carita feliz o smiley face (en inglés).

La historia de la carita feliz comienza a finales de 1963, cuando en EEUU los ánimos estaban decaídos tras el asesinato del presidente John Fitzgerald Kennedy. En ese contexto, la empresa de seguros State Mutual Life Assurance se encontraba embarcada en un proceso de fusión con otra compañía, hecho que desencadenó el miedo de los empleados de perder sus trabajos. Por esta razón, la empresa le encargó a Ball el diseño de una campaña que ayudara a mitigar los temores de los funcionarios. Así fue que nació el círculo amarillo con dos puntos a modo de ojos y una línea curva simulando una sonrisa amplia. El éxito del diseño fue inmediato tanto en la empresa de seguros como más allá de ella: no solo se repartieron miles de pins con la carita sonriente, sino que además se entregaron otros accesorios para los clientes y los allegados de los empleados.

Con los años el éxito de la carita feliz se extendió por todo el mundo, gracias a la facilidad para ser dibujada y a su capacidad comunicativa. Ball cobró 45 dólares por el diseño que le encargaron y no mucho más puesto que se olvidó de registrar su diseño y apropiarse de los derechos de autor, cosa que sí hizo el francés Franklin Loufrani, quien registró con su nombre a Smiley, gracias a lo cual percibe hasta el día de hoy muchos millones de dólares al año por concepto de regalías. A pesar de esto, Harvey Ball no se desanimó y fundó en 1999 The World Smiley Foundation, que organiza actos benéficos y celebra cada primer viernes de octubre el día mundial de la sonrisa.

Reconocible como el símbolo del ying y el yang, la cruz cristiana o la estrella de David, la carita feliz se ha convertido en un fenómeno global que representa la poderosa fe que hoy muchas personas depositan en la autorrealización.

La carita feliz, y tal vez también la cajita feliz, se ha convertido en un nuevo ideal, que al igual que todo ideal implica mirar hacia arriba (como cuando éramos niños) y en consecuencia dejar de mirar al otro, ya sea al que tenemos enfrente, al lado o por debajo de nuestro campo visual.

Nuestra época ha encumbrado todo lo que brilla, reluce y aparece en las cámaras de nuestros celulares y/o notebooks, dejando de lado o barriendo para debajo de la alfombra todo aquello que huela a derrota, negatividad y/o improductividad. Esta última palabra, pero en positivo, es la que hoy está de moda. Productividad es el término que hoy simboliza la felicidad global(izada) y empaquetada que nos dice que triunfar es un asunto netamente personal y dependiente casi que en exclusiva de nuestra actitud, esfuerzo y voluntad.

Si nos atenemos a la publicidad que vemos en las redes sociales o en los canales de televisión, la buena vida parecería ligada con los bienes y servicios a los que podemos acceder con dinero. Esa visión reduccionista de nuestras existencias es la que nos toca como adultos combatir y cuestionar, en aras de legar a nuestros hijos y futuras generaciones una concepción de la vida más ligada a los puentes que a los muros, más conectada a lo que le sucede al otro y menos a lo que solo me pasa a mí.

La época en que vivimos nos alienta a convertirnos en una suerte de atletas emocionales, pero no en cualquier atleta, sino en uno de alto rendimiento, como el hoy retirado multi campeón olímpico Usain Bolt. Para dar nuestro máximo rendimiento la receta es bastante sencilla: básicamente hay que entrenar las emociones, leer mucha literatura de autoayuda, aprender a respirar y escuchar oradores motivacionales.

Por supuesto, y continuando con la ironía, nada de prestar atención al contexto, a la familia y comunidad donde una persona nace, crece y se desarrolla, al nivel de ingresos y nivel educativo, en síntesis, a la cultura que rodea a un individuo.

Si llegaste hasta acá con la lectura quizás te preguntes si lo que propongo es, por un lado, que las personas no aspiren a ser felices y, por otro, enaltecer la tristeza, el desánimo, la falta de entusiasmo y hasta el resentimiento. La respuesta es obvia: claro que no me propongo eso.

Simplemente considero que la felicidad más que un golpe directo es producto de un tiro por carambola, que las personas somos hijos del tiempo que nos toca vivir y que las causas de las dificultades que experimentamos no son solo individuales, sino que muchas veces son estructurales.

La pandemia que nos acompaña desde inicios de 2020 nos ha recordado que no todo depende de nuestra voluntad y buena actitud. La pandemia ocasionada por la irrupción del coronavirus ha sido un tsunami de carácter global que desencadenó crisis a múltiples niveles, tanto en comunidades, familias como personas.

Ante esta como otras coyunturas similares sería de locos poner caras felices donde lo que hay que alojar es el dolor, el sufrimiento y los sentimientos negativos. La mugre que se barre para debajo de la alfombra, al igual que cualquier infección que no encuentra por donde salir, siempre termina por expresarse. La dictadura actual es la que invita a estar permanentemente floreciendo, desconociendo que como la naturaleza hay un tiempo para cada cosa.

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