Vidas a la intemperie, vidas en crisis

Desde que Colón y otros navegantes allá por el siglo XV y XVI comenzaran a recorrer el globo en sus carabelas, el mundo comenzó a convertirse en un lugar más chico. Hoy, en pleno siglo XXI, eso ya es un hecho. La mundialización y el acortamiento de las distancias, fundamentalmente gracias a los avances tecnológicos, han reconvertido a la tierra en plana.

Fue el periodista estadounidense Thomas Friedman quien acuñó esa frase (La tierra es plana. Breve historia del mundo globalizado) en el libro que publicó en 2006, donde afirmaba, a grandes rasgos, que el terreno se niveló para la competencia entre empresas e individuos, las fronteras dejaron de ser importantes y el ingreso de China e India (ambos países suman casi 2.800 millones de habitantes) en la economía de mercado global alteraría el escenario. Más de diez años después, las afirmaciones del libro hay que integrarlas con los fenómenos políticos y sociales como Trump, el Brexit en Inglaterra y el auge de populismos varios que exacerban reacciones contrarias a los efectos producidos por el proceso de globalización.

Las crisis económicas, que también se convierten en políticas y sociales, derivan en movimientos migratorios de relevancia. Europa recibe migrantes africanos y de Medio Oriente, Estados Unidos de Centro América, al tiempo que nuestro Uruguay y otros países de la región tienen lo propio con latinoamericanos provenientes de diversos países, como Cuba, República Dominicana, Venezuela y otros.

El diario El País de ayer jueves 1° de noviembre publicaba una nota sobre la situación de tres inmigrantes. Lo hacía de la siguiente forma: «Un marroquí, abogado, duerme frente al shopping de Tres Cruces. Un venezolano, técnico satelital, pasa las noches en la Plaza del Entrevero. Un colombiano, con una tecnicatura bancaria, cuida coches en Pocitos durante el día y cuando cae el sol, paradójicamente, se cobija en la playa. La llegada a Uruguay de estos tres inmigrantes con título universitario, que se suponía sería el salto a un futuro mejor, terminó siendo un pasaporte a la indigencia». Estas historias se vinculan con la situación de los casi cinco mil cubanos que han llegado a nuestro país, solamente en 2018, con la intención de radicarse y recomenzar sus vidas. Han sido noticia en estos últimos días a raíz de las dificultades para obtener una visa que les habilite a hacerse del documento de identidad y luego tratar de conseguir empleo.

La pérdida de la tierra (país/patria), la casa, el trabajo e incluso un rol socio-familiar, en diferentes grados y alcances, está dejando desamparados a sujetos de toda nacionalidad, edad y posición socio-económica. Desde tener que emigrar hacia otro país, a perder el trabajo como consecuencia de una crisis económica, hasta el declive de la masculinidad y la soledad femenina, todo ello nos habla de la fragilidad a la que se enfrentan muchas personas.

El ocaso de los grandes relatos (trabajo, creencias y amor para toda la vida), la caída de los ideales, de los paraguas simbólicos en los que guarecernos, deja a muchas personas sin señales, sin balizas, con las que orientarse, como un avión a punto de despegar en la noche sin luces que le iluminen la pista. Los estados y sus gobiernos hacen lo que pueden, al igual que las organizaciones, las familias y los sujetos.

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Imagine un circo y un show de trapecistas. Allí están, exhibiendo sus destrezas y habilidades. Hasta que sucede lo indeseado: uno de ellos no logra prenderse de su compañero de acrobacias y cae al vacío. No habría problema si lo que hay debajo es una red que sostenga, contenga y ampare al sujeto que cae. Ahora cambie a los trapecistas por personas cualquiera, incluso usted mismo, e imagine si se queda sin aquello que lo cobija, alberga y contiene, llámese esto país, familia o trabajo.

El sociólogo polaco Zygmunt Bauman calificó de ‘líquido’ al miedo propio de la sociedad actual, a la que caracterizó por la incertidumbre, la inseguridad y la vulnerabilidad. Desde ámbitos militares primero y extendido luego a los negocios y el management, se popularizó el acrónimo en inglés VUCA (volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad) para también describir el entorno y contexto actual.

La conclusión es obvia: muchas personas tienen miedo por la ausencia de certidumbres que garanticen mantenerse en el trapecio, mientras tantas otras ya han caído y no logran encontrar redes que le salven del golpe contra el piso. Los ataques de pánico, hoy tan de moda, dan cuenta de la vivencia de indefensión y desorientación que experimentan muchas personas, que por diversos motivos carecen de redes de afectos y sentido que detengan la caída al vacío.

Un desamparo carente de palabras es lo que experimenta un bebé al nacer. Alumbrar al mundo tras nueve meses de gestación es como comenzar a caer al vacío, hasta que (en el escenario deseado por excelencia) aparezca una red de contactos, caricias, palabras y alimento (pecho) que brinden nido al pichón recién nacido.

El mundo y sus diferentes expresiones (familias, organizaciones, colectivos y naciones) se convierten en un lugar peligroso cuanto más cae en los blancos y negros y se aleja de los grises.

La duda e infantilismo de la neurosis es preferible al ataco o huyo, psicopático, que por aquí y por allá se comienza a ver. Ni las conductas impulsivas, ni las angustias arrasadoras tipo tsunami, ni las inhibiciones severas, ni los estados depresivos recurrentes son buenos consejeros para las personas y sus redes.

Hay soledades y soledades. La peligrosa es aquella en que una persona tiene cortados los puentes que le mantienen enlazada con otros, con afectos, con proyectos, con la vida. Asimismo, hay vacíos y vacíos: uno el que experimentan muchos uruguayos y los inmigrantes citados más arriba; y otro el que experimentan personas llenas de nada.

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En el entramado social (la sociedad pensada como una red) hay iniciativas para cobijar y albergar a aquellos que cayeron y están en el piso, para aquellos que se encuentran en proceso de caída y para aquellos que a duras penas se vienen manteniendo agarrados al trapecio. En cualquier caso, una apuesta inicial, sobre todo para las dos primeras iniciativas, es ofrecer dispositivos abiertos, colectivos y atentos a la singularidad de los participantes.

Nido y alas, alojar y potenciar, cuidar y desarrollar recursos, soñar y crear, escuchar y animar, son binomios necesarios e imprescindibles en un mundo donde las personas tal vez necesitan dejar de tomarse tantas selfies, recobrar la confianza y articular proyectos con otros.

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