En los últimos 25-30 años el mundo ha cambiado y se ha convertido en un lugar más confuso, inquieto, volátil y dominado por la inmediatez. En estas últimas tres décadas se ha transformado la geopolítica mundial, el triunfante capitalismo globalizado limita las decisiones de los estados nacionales, la digitalización de la vida cotidiana es un hecho constatable y para hablar de familias hay que hacerlo en plural.
Se ha transformado lo macro y también el ámbito que anteriormente denominábamos intimidad. El riel por el que transcurría la vida de las personas tiende a evaporarse. El tren de la vida tenía sus estaciones clásicas: estudio, trabajo y jubilación. Ahora el tren prácticamente no anda y las vías férreas se están tapando de pasto o simplemente se han echado a perder. La seguridad psíquica que ofrecía el trabajo deja a la intemperie a muchas personas que lo han perdido o se les dificulta para volver a conseguir uno. La religión y la política ya no son el refugio de antaño donde encontrar las respuestas a las variadas interrogantes que nos plantea este inquieto escenario en el que estamos.
Las personas o simplemente la humanidad ha procurado lidiar desde siempre con el dolor, la enfermedad, la muerte y también la felicidad. En procura de aliviar o entender lo primero y alcanzar lo segundo ha recurrido a creencias diversas, cada una de ellas con sus ceremonias, rituales, representantes e imágenes. Nuestra época es diversa también en ello. Por un lado abundan propuestas para iluminarse rápidamente, como la ayahuasca, y por otro crecen los esfuerzos que limitan el campo de la normalidad.
La patologización de la vida cotidiana va de la mano con la medicalización de la misma. Considerar patológico comportamientos y emociones que antaño considerábamos normales nos interpela acerca de nuestro tiempo. Actualmente pareciera que todo aquello que no encaja con el estrecho corral de la normalidad es susceptible de ser primero diagnosticado y luego medicado. Si sos tímido tenés una fobia social, si estás muy eufórico tal vez te encasillen como portador de un trastorno por impulsividad y si tenés hijos inquietos y revoltosos, que se aburren y a veces molestan en clase, quizás terminen diagnosticados (y luego medicados) con déficit atencional.
El campo de la normalidad se ha ido estrechando con el correr de los últimos 60-70 años. El DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales) es una publicación editada por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (en inglés, American Psychiatric Association – APA) y es considerado como la biblia de los psiquiatras biologicistas, para quienes la vida prácticamente se reduce a un asunto de química cerebral.
La última edición del DSM, la quinta, data del año 2013, cuando las categorías diagnósticas alcanzaron el medio millar. La progresión ha sido una constante conforme los manuales se iban actualizando: en el DSM-I de 1952 habían 108 categorías diagnósticas, en el DSM-II de 1962 ascendieron a 182, en el DSM-III de 1980 fueron 292, al tiempo que en el DSM-IV de 1994 las categorías sumaron 350. En poco más de sesenta años los trastornos mentales se han multiplicado por cinco. En un post anterior recordaba a Allen Frances (Nueva York, 1942) afirmando que estamos convirtiendo problemas cotidianos en trastornos mentales. Frances dirigió durante años el DSM así como el equipo que redactó el DSM-IV. En su libro ¿Somos todos enfermos mentales? (Ariel, 2014) no sólo realiza una autocrítica sino también cuestiona que el Manual académico de la psiquiatría colabore en la creciente medicalización de la vida.
Un modo, tal vez simplificado y esquemático, de concebir la vida sea el siguiente: cuando somos niños nos cuidan (arranca mal el partido cuando eso no sucede), nos cuidamos a nosotros mismos y podemos cuidar a otros cuando somos adultos, al tiempo que volviéndonos mayores tal vez tengan que volver a cuidarnos por quedar dependientes. Este modo lineal, como usted apreciará, no se ajusta a la realidad, dado que muchos grandes (no adultos) siguen siendo dependientes y no se pueden cuidar de ellos mismos: tropiezan una y otra vez con la misma piedra. Este panorama general es aún más inquietante en un mundo como el nuestro, donde las opciones de consumo son infinitas. El mercado ofrece a tiempo completo la cuchara con la papilla para ser consumida. Algo de este mundo nos quiere infantiles, con la boca abierta y prontos para ingerir el último producto. De hacer la digestión ni hablamos.
Cuando la normalidad era un terreno amplio y su estrechamiento no se avizoraba, los momentos, situaciones y sentimientos de la existencia llegaban, golpeaban y había que procesarlos para volver a ponerse de pie. Ni envejecer, estar triste, muy alegre, ni hecho pelota por haber perdido a alguien se consideraban una enfermedad. Considerar patológico eventos de la existencia humana es un fenómeno peligroso: es el camino más directo para mantener infantilizados a los sujetos.
Entiendo que las coordenadas actuales de nuestro tiempo cada vez más nos están planteando un dilema significativo, relacionado con qué camino elegimos casi que cotidianamente: si el camino de un mundo mercantilizado y señalizado por fechas asociadas al consumo como sinónimo de felicidad, plenitud y equilibrio, o un camino con más preguntas que respuestas, con sujetos que abracen sus conflictos para resolverlos creativamente y que conciban la iluminación como un proceso más que como el resultado de algo que podemos comprar.
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