Algunos adultos llegan a terapia, pero no pueden quedarse. La intermitencia, los cortes y las pausas largas no son desinterés: son defensas infantiles que impiden que el vínculo terapéutico se forme. Sin continuidad, no hay proceso. La terapia comienza recién cuando aparece el adulto capaz de permanecer.
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El lado B
Una reflexión sobre el dolor que la época intenta tapar
En los cassettes de los años 80, el lado A era el que todos escuchaban. Los hits, lo visible, lo que sonaba bien. Pero siempre había un lado B: más crudo, más íntimo, más verdadero. Ahí vivían las canciones que no buscaban gustar, sino decir algo que solo podía nacer en la sombra.
Seguir leyendo «El lado B»El oficio de escuchar
La escucha que se transforma
Después de años de práctica clínica, uno empieza a escuchar distinto. Ya no se trata de buscar el síntoma ni de apresurar una interpretación. La escucha se vuelve más corporal, más lenta, más permeable al ritmo del otro. Se empieza a entender que lo esencial en la terapia no es “hacer hablar”, sino sostener la posibilidad de que algo se diga.
Desde el psicoanálisis aprendí que el inconsciente se espera, no se fuerza. La palabra llega cuando encuentra un espacio lo bastante vivo para alojarse. Y a veces, el trabajo más profundo no ocurre en la revelación, sino en la respiración compartida que precede a toda palabra.
Escenas del inconsciente contemporáneo
el que acelera para no sentir
Hay quienes viven como si el silencio fuera peligroso. Corren, producen, apuestan. Aceleran no por ambición, sino por miedo a detenerse. La velocidad se convierte en defensa contra el vacío. El cuerpo en 5ta marcha es el modo en que el inconsciente grita: “si paro, me hundo».
El psicoanálisis enseña que detrás del exceso hay fragilidad: la compulsión no busca placer, busca no sentir dolor. Escuchar a quien no puede frenar es acompañarlo hasta que descubra que también hay vida en la pausa.
La que reordena afuera lo que se mueve adentro
A veces el alma habla a través de la materia. Un día alguien empieza a reformar su casa, y sin saber por qué, se remueven también viejas memorias. Paredes, caños, techos, todo vibra con el movimiento interno. El espacio psíquico y el espacio físico se espejan: reparar se vuelve una forma de recordar y limpiar una forma de sanar.
El psicoanálisis no trabaja sobre los hechos, sino sobre los sentidos. Escuchar en ese punto es respetar la sabiduría del inconsciente, que siempre encuentra su modo de hablar aunque no use palabras.
La que repite para sostener
Hay pacientes que vuelven cada semana a decir lo mismo. Y uno podría creer que nada cambia. Pero el tiempo enseña que la repetición también puede ser una forma de cuidado. Volver sobre lo mismo, a veces, es no dejar que el vacío arrase. El terapeuta aprende entonces a no impacientarse: a distinguir entre la repetición que estanca y la que sostiene.
“A veces lo que se repite no detiene: acompaña”.
La que se reconoce cambiada
En otros momentos, la palabra aparece como un destello: “he cambiado”, dice alguien, y en esa frase hay serenidad, no euforia. Es el signo de que algo del inconsciente se volvió experiencia integrada. El sujeto puede reconocerse en su propio proceso sin sentirse en deuda con el pasado. No se trata de haber entendido, sino de haberse transformado.
El terapeuta como presencia que cuida
Escuchar es dejarse afectar. No existe clínica viva sin que el terapeuta también se mueva. Cada encuentro enseña algo distinto sobre el tiempo, el cuerpo y el vínculo. Y con los años, uno comprende que el verdadero trabajo no es interpretar, sino cuidar el espacio donde la verdad puede aparecer sin violencia.
El psicoanálisis, cuando está vivo, no es un sistema cerrado: es una práctica del cuidado, una forma de hospitalidad para lo inconsciente. Escuchar así no es pasividad, es acto ético: presencia sin invasión, distancia sin desinterés.
“El oficio no es entender al otro,
sino sostener humanidad donde hubo herida”.
Epílogo — La palabra como semilla
Con los años comprendo que la palabra es semilla y el espacio terapéutico, tierra fértil. No todas germinan al mismo tiempo ni bajo la misma luz. El trabajo del terapeuta es cuidar el suelo: regar con silencio, abonar con presencia y esperar el brote sin ansiedad.
Porque el cambio verdadero no se impone: florece.
Las escenas que aquí aparecen no describen casos reales, sino movimientos humanos que emergen en la práctica clínica. Cada fragmento nace de la resonancia entre experiencias, cuidando siempre la confidencialidad y el espíritu del encuentro.
Acompañar, compartir y resonar
Hay un momento en el camino en que las palabras dejan de explicar y empiezan a acompañar. Ya no se trata de enseñar ni de convencer, sino de estar. De compartir la experiencia sin apuro, sin meta y sin buscar eco inmediato.
Después de tanto vuelo, tanta búsqueda y tanta calma alcanzada, siento que lo que sigue no es elevar más, sino compartir el aire. Abrir espacio para que otros respiren cerca, sin perder mi propio ritmo.
Seguir leyendo «Acompañar, compartir y resonar»El héroe que no puede descansar
Disponibilidad, vacío y el arte de volver a casa
Hay personas que viven en modo héroe: siempre disponibles, siempre listas para responder. Pero estar disponibles no siempre es cuidar; a veces es la forma más sutil de escapar del propio vacío.
Hoy, en sesión, le dije a un paciente que se parecía a Batman. No porque usara capa ni viviera de noche, sino porque siempre estaba disponible para los demás. Resolviendo, sosteniendo. Siempre que alguien necesitaba algo, él estaba ahí.
Mientras los demás podían decir que no, él nunca se lo permitía. Y sin darse cuenta, evitaba el vacío. Cuando no había misión, se sentía perdido, como si no supiera quién era sin una causa que lo necesitara.
¿Quién es uno cuando no está con el disfraz de héroe?
¿Qué queda de nosotros cuando ya no somos necesarios?
Pensé entonces en cuántas veces confundimos estar disponibles con estar entregados. Creemos que decir que sí, sostener, responder, es sinónimo de cuidar. Pero hay disponibilidades que son, en realidad, una forma de ausencia: estar siempre para los demás puede ser la manera más eficaz de no estar para uno mismo.
En terapia escucho muchas veces esta tensión. Personas que viven para responder, para sostener causas, familias, equipos u organizaciones. Y otras, cada vez más, centradas únicamente en su bienestar, su agenda, su rendimiento. Unos se pierden en los otros; otros se pierden en sí mismos. Y ambos terminan agotados.
Desde la psicología podríamos decir que una parte de nosotros se organiza alrededor del deber —esa voz que exige estar siempre a la altura— y otra alrededor del yo ideal —la que quiere ser autosuficiente, impecable, inagotable.
Pero ni el deber ni la autosuficiencia son lugares habitables por mucho tiempo. El cuerpo lo sabe: cuando la entrega o la autoexigencia se vuelven excesivas, se rompe el eje, se corta la respiración, se pierde el centro.
Estar disponibles no es estar abiertos a todo. Es aprender a ofrecerse desde un lugar sereno, desde un pulso propio. Es saber escuchar cuándo algo pide nuestra presencia y cuándo solo pide que no invadamos.
La disponibilidad verdadera no nace del sacrificio ni del ego: nace de un punto interior, donde el cuerpo y la intención se alinean. Cuando la acción surge desde ahí, el cuidado no agota: alimenta.
Tal vez el vacío que tanto tememos no sea una amenaza,
sino el espacio donde la vida se reordena.
No todo lo que se detiene se pierde.
También la cultura contemporánea refuerza esa lógica heroica. Vivimos rodeados de mensajes que glorifican la superación permanente: “Impossible is nothing”, “Nunca te detengas”, “Podés con todo”. Es el mismo mandato, pero con ropa de deporte o de éxito.
Y ahí aparece algo más hondo: el problema no es el deseo de avanzar, sino la imposibilidad de detenerse. Cuando todo el discurso social promueve la productividad ilimitada, descansar se vuelve casi un acto subversivo. Y, sin embargo, ahí —en el límite, en la pausa, en el permiso— es donde empieza el verdadero cuidado.
El héroe moderno ya no lleva capa: usa traje, viste corbata o lleva auriculares de entrenamiento.
También las organizaciones se parecen a veces a ese héroe: hiperactivas, siempre en misión, incapaces de detenerse. Confunden adaptabilidad con coherencia, movimiento con sentido. Pero el cuidado —personal o colectivo— no consiste en hacerlo todo, sino en hacer lo justo desde un lugar vivo.
A veces el héroe no necesita más misiones.
Solo permiso para volver a casa. Descansar no es rendirse: es recordar de dónde viene la fuerza.Y a veces, el mayor acto de presencia, es retirarse a tiempo.
Nota de autor
Este texto surge de una escena clínica, pero también de una observación más amplia: muchas personas —profesionales, líderes, padres, cuidadores— viven en modo héroe, sin darse permiso para descansar. Quizá todos, en algún momento, lo hemos hecho. Aprender a volver a casa, sin culpa y con serenidad, es una forma de cuidado que también merece ser aprendida.






