Cuando el dolor no encuentra dónde caer

Notas sobre el sufrimiento silencioso de esta época

Hay dolores que no gritan. No rompen nada, no detienen la vida, no dejan marcas visibles. Siguen ahí, debajo de todo, buscando un lugar donde caer; que no encuentran. En esta época veloz —tan llena de tareas, pantallas, expectativas y rendimiento— el dolor quedó sin permiso. No hay espacio para aflojar, ni para llorar, ni para detenerse. La cultura entera parece diseñada para evitar el lado B de la vida.

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Vivir solo, resonar juntos

La soledad como experiencia contemporánea y oportunidad de presencia

En los últimos meses, distintos medios han puesto el tema sobre la mesa. El País habló de la soledad como “epidemia silenciosa” que amenaza la salud pública, y Búsqueda, desde otro ángulo, exploró la dificultad de vivir solo en Montevideo y el impacto del costo de la vivienda.

Ambos textos muestran algo que ya intuimos en lo cotidiano: vivir solo se ha vuelto más común, y también más complejo. Los datos confirman lo que sentimos: los hogares son cada vez más pequeños, los vínculos más breves y las rutinas más densas. Pero detrás de esas cifras hay algo más profundo: una transformación silenciosa en la forma de vincularnos y de sentirnos acompañados.

Desde el psicoanálisis, la soledad no es solo un hecho social o generacional, sino una experiencia estructural del ser humano. Todos habitamos una zona interior a la que solo nosotros podemos acceder.

Estamos hiperconectados, pero a menudo poco presentes. Rodeados de pantallas, pero lejos del contacto real. El ruido digital se confunde con compañía, y el silencio, con vacío. Sin embargo, muchas veces el silencio no aísla: llama. Nos recuerda la necesidad de volver a escucharnos.

En la consulta, en los equipos, en los espacios de cuidado, lo veo a diario: la soledad no siempre es falta de otros; a veces es falta de encuentro consigo mismo. Y cuando esa desconexión se sostiene, se traduce en cansancio, ansiedad o en la sensación de estar “en todos lados y en ninguno”.

Nombrarla.
Reconocer la soledad no es rendirse, es empezar a comprender qué lugar ocupa en la vida. A veces no duele la falta de compañía, sino la falta de conversación interior.

Cuidar los vínculos vivos.
No hace falta multiplicar contactos, sino profundizar los que nutren. Una llamada, una caminata, una comida compartida valen más que cien mensajes.

Construir rituales de presencia.
La soledad se vuelve aliada cuando encuentra forma. Un café a la misma hora, una lectura en silencio, una rutina de cuidado corporal: gestos simples que anclan.

Buscar comunidad desde el propósito.
Los espacios donde hay sentido —grupos, talleres, trabajo con otros— son antídotos naturales al aislamiento. No se trata de rodearse, sino de resonar en lo colectivo.

Pedir ayuda cuando el silencio se vuelve peso.
La soledad sostenida puede volverse dolor. Ahí el acompañamiento profesional no es debilidad: es un acto de cuidado hacia uno mismo.


Ciudadanos 1°, consumidores después

En plena lectura del libro El umbral de la eternidad, que cierra la Trilogía del siglo del genial escritor británico Ken Follet. 1989 es el año elegido por Follet para cerrar en su libro los acontecimientos de un siglo convulsionado como pocos. De acuerdo a los historiadores, el siglo XX terminó en 1989, año en que fue derrumbado el muro de Berlín y que simbolizó la caída (como fichas de dominó) de los regímenes comunistas en la Unión Soviética y numerosos países de Europa del Este.

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Del cajón al bosú

Dale que te dale con el rock & samba para metaforizar el mundo en que vivimos, muy distinto al agonizante mundo calesita. Si en este último lo que reinaba era la estabilidad y la certidumbre, en el actual contexto lo que predomina es el movimiento y la imperiosa necesidad de mantener el equilibrio, concepto estrechamente relacionado con el de movimiento.

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