En plena lectura del libro El umbral de la eternidad, que cierra la Trilogía del siglo del genial escritor británico Ken Follet. 1989 es el año elegido por Follet para cerrar en su libro los acontecimientos de un siglo convulsionado como pocos. De acuerdo a los historiadores, el siglo XX terminó en 1989, año en que fue derrumbado el muro de Berlín y que simbolizó la caída (como fichas de dominó) de los regímenes comunistas en la Unión Soviética y numerosos países de Europa del Este.
En la última década del siglo XX, entre muchas otras cosas (guerra del Golfo, conflicto en los Balcanes, genocidios en países africanos), escuchamos la famosa frase del teórico Francis Fukuyama acerca del fin de la historia, en alusión al triunfo del capitalismo tras el colapso del bloque comunista. Los años pasaron y a fines de los años ’90 e inicios de este siglo vimos como internet iba desplegando sus alas y consigo copando cada unos de los rincones de nuestras vidas. Si antes para usar una computadora teníamos que sentarnos frente a un teclado y una pantalla, hoy eso está al alcance de nuestras manos, celular mediante. Se dice, no sé si será cierto, justo ahora que se celebra el 50 aniversario, que los celulares que usamos diariamente tienen más capacidad computacional que el Apollo 11 que llevó a los astronautas a la luna en 1969.
La dialéctica entre capitalismo y comunismo, que oponía una sociedad de bienestar a una economía de planificación, finalizó en 1989 (con excepción de países como Cuba, Corea del Norte) y marcó el inicio de un discurso único, que ha mutado desde la producción al consumo y de éste último a la finanzas y la especulación.
El capitalismo como discurso único se ha servido de internet para llegar a todas partes y de algún modo ha roto con el equilibrio entre producción y conservación. Sin embargo y quizás como efecto más preocupante está erosionando los ideales que caracterizaron al capitalismo de producción: la creación de empleo, el espíritu emprendedor, el progreso material y social, así como la creación de bienestar.
En líneas generales, nuestro tiempo ya no es como el de estas últimas características, o algo parecido a una calesita o un cajón de gym. Las coordenadas temporo-espaciales actuales se parecen más a un bosú o a un rock & samba, donde la volatilidad y la incertidumbre alcanzan cada ámbito de la vida en sociedad.
Para nada ajeno a estas mutaciones, el mundo de las organizaciones y el trabajo tiene que gestionar el gran cambio que implica el achatamiento de las estructuras, la transformación del ejercicio de la autoridad, así como sobre lo que significa agregar valor en un ecosistema que se comporta como una red en permanente movimiento.
El dilema actual se parece al de Tarzán: de qué liana me agarro si se corta aquella de la que estoy prendido. Si una fuente laboral se cierra y/o agota, qué ocurre con las personas que se encuentran de una día para otro sin los recursos para mantenerse y/o mantener a su familia. La potencia devastadora a nivel psicosocial de este tipo de situaciones es muy grande.
Aquí el desafío alcanza a múltiples actores, desde el Estado a las personas y transversalmente a la educación y la formación profesional. Para un mundo en que las tradiciones (primero la comida, después el postre) van dejando de ordenar la vida y en el pedestal se ha sentado el mercado, el desafío está pasando por construir ciudadanía en lugar de desarrollar consumidores, o por lo menos equilibrar la ecuación. Esto último nos toca irremediablemente en nuestra tarea diaria como padres, al igual que como adultos cuando creemos que la satisfacción viene de la mano de comprar objetos y/o experiencias.
A nivel organizacional equilibrar producción, ganancias y conservación se está (e irá) imponiendo como un asunto central. Al igual que la tierra, una organización inteligente (y que aprende) es aquella que respeta los tiempos del ecosistema en el que opera (siembre y cosecha), comprende que el límite y la mesura son innegociables a la hora de preservar con vitalidad esa red de la que forma parte.
Ver, comprender y concluir son tiempos necesarios de la experiencia humana, que incluye obviamente a las organizaciones. El mundo actual pareciera no querer saber nada con el tiempo destinado a reflexionar y comprender. Por h o por b parece que pensar es una actividad pasada de moda y se desconoce que al dejar de reflexionar permanecemos como infantes consumiendo lo nuevo, lo último. Comparado con el ser humano es como si nos hubiéramos olvidado de nuestro estómago y sólo hubiera puerta de entrada y de salida. Pensar y reflexionar es digerir. Pensar y reflexionar en la actualidad implica construir comunidad, tejer redes y cuidar y preservar el ecosistema organizacional del que formamos parte. La herramienta no es otra que la palabra, la confianza y la responsabilidad.