Democracia encantada

¿Qué ves? es una canción de la banda argentina de rock Divididos que apareció en el disco de 1993 «La era de la boludez». El estribillo de la canción dice: «¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves? Cuando la mentira es la verdad». El domingo pasado (30 de junio) se celebraron las elecciones primarias en Uruguay para elegir el candidato único de cada partido político de cara al último domingo de octubre, cuando se realizarán las elecciones generales.

Celebradas en un clima general de tranquilidad y escaso ánimo tribunero, a diferencia de lo que acontece en países de la región, la campaña electoral previa se destacó por el arribo e incursión del precandidato Juan Sartori dentro del histórico Partido Nacional. Entre las muchas aristas del asunto destacan algunas acusaciones que señalaron a Sartori como responsable de una campaña de desinformación («fake news») sobre sus competidores en la interna partidaria, hoy ya resuelta en favor de Luis Lacalle.

Mensajes de WhatsApp engañosos, cuentas de Facebook y Twitter sospechosas, encuestas falsas que planteaban preguntas con forma de acusación contra alguno de los candidatos y noticias fabricadas fueron algunas de las prácticas que (en nuestro país y en un análisis grueso) han sido catalogadas como sapo de otro poso. Igualmente, cabe que nos preguntemos: ¿será que en nuestro país, políticamente hablando, aún vivimos en el Siglo XX, en el siglo donde la palabra, las ideas y los argumentos tenían más llegada? ¿Será que Sartori es la gota que termina por derramar el vaso y nos ha puesto de lleno en la política del siglo XXI, una política más parecida a un reality show donde se decide al ritmo de las emociones y los aplausos?

Sin ahondar demasiado sobre el cambio de época en que nos encontramos, sí vale decir que también la democracia, al igual que todas las organizaciones de nuestro tiempo, está viéndose sometida a muchas presiones, puesto que el poder de los gobiernos, al mando de los Estados, tienen en general que compartir el escenario decisorio con muchos otros actores, con igual e incluso a veces mayor voluntad y recursos para incidir. El sistema político lucha por mantener la separación de poderes y la necesaria diferenciación entre lo político y lo jurídico, que en definitiva no es otra cosa entre qué y cómo se alcanzan los resultados.

Al sistema político y a la democracia, ese espacio que aún con sus matices permite y habilita la mejor de las convivencias, parece que también le ha llegado su representante más frívolo, plagado de titulares y con más proclamas que explicaciones sobre cómo recorrer el camino y alcanzar las metas. Por supuesto que no es nuevo decir que se van a hacer cosas sin explicar cómo conseguirlas. Demagogos han habido siempre. Es muy humana esa práctica de agarrar la pelota y dar vueltas o pasarla para los costados. Por eso hay pocos Messis y Neymar, que agarran la pelota, driblean rivales y meten goles.

En 1921 Sigmund Freud escribió Psicología de las masas y análisis del yo, en cuya primera página escribió: “la oposición entre psicología individual y psicología social o de las masas, que a primera vista quizá nos parezca muy sustancial, pierde buena parte de su nitidez si se la considera más a fondo”; afirmando más adelante: “(…) la psicología individual es simultáneamente psicología social«.

La afirmación del creador del psicoanálisis nos pone en situación sobre la relación entre las características de nuestro tiempo y el comportamiento de muchos sujetos. Si nuestra época pareciera distinguirse por convertir en mercancía u objeto de consumo todo aquello que está en las góndolas virtuales de nuestros celulares, televisores y/o notebooks, no es casual que para una gran mayoría de sujetos (con independencia de sus recursos económicos y culturales) la realización y la felicidad pase por producir y consumir.

Esta voracidad creciente por adquirir y tragar va de la mano, obviamente, de la incitación a consumir que nos llega a cada momento. Con este telón de fondo, en el que no asoman límites a la competencia desmedida y al sálvese quien pueda, el tejido social corre riesgos de agujerarse (como un buzo comido por las polillas) o el pelotón de ciclistas estirarse en lugar de mantenerse compacto. Dicho de otro modo y en clave de pregunta: ¿qué es necesario que suceda para que las ambiciones sin freno, el aplastamiento del otro y la ausencia de integridad se terminen llevando puesto a lo que queda de democracia?

No es una pregunta simple. De eso no hay dudas, sobre todo porque nuestra época ya no es la sociedad de masas, ese tiempo lineal en que se estudiaba de los 5 a los 20, se trabajaba de los 20 a los 60 y se retiraba-jubilaba después de los 60. Todo ello se está desvaneciendo y tanto la garantía de pleno empleo como la de un Estado de Bienestar (sosteniendo a las personas que no ven cubiertos sus derechos más básicos) son objeto de discusiones y polémicas frecuentes.

Tal vez de lo que no hay dudas es del rol de la democracia como instrumento al servicio de tender puentes y no dinamitarlos, de trabajar a favor de la integración y del bien común, limitando y sancionando las prácticas que destruyen el tejido social, al tiempo de aceptar que no todas pero sí muchas cosas son posibles, sólo que a su tiempo. La democracia no será una cáscara vacía en la medida que esté habitada por ciudadanos más que por consumidores, por adultos más que por niños con edad de grandes, por estadistas más que por gobernantes.

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