Vivimos tiempos turbulentos, de crisis y violencias difíciles de comprender. Momento actual donde los actos de desconocimiento del prójimo parecen imponerse sobre la palabra como medio para entrar en contacto y dirimir las diferencias. Tiempos donde levantar muros parece tener más privilegios que tender puentes.
Y la palabra, eso que nos hace humanos, parece brillar por su ausencia. Se incrementa el consumo de medicamentos (antidepresivos, ansiolíticos) en una época donde la hiperactividad es el común denominador, donde asociar los dificultades de la vida con los problemas existenciales parece cosa de otra época.
Es cierto que más que época de cambios estamos frente a un cambio de época. Las certezas de hace tres o cuatro décadas se han extinguido. Si antes se nacía con una identidad bajo el brazo, con el guión de la vida medianamente armado (estudio, trabajo, jubilación), en la actualidad eso no está garantizado. Hoy todo está mas entreverado. Ya no extraña tener que estudiar después de los 40, ni trabajar desde el hogar, ni tener previsto jubilarse luego de los 65 años o de forma anticipada.
Y en este mar embravecido, a los padres toca tener que críar a sus hijos. Tarea desafiante si las hay. Si bien no hay manual que enseñe cómo llevar adelante la tarea, ni un lugar donde diga lo que hay que hacer, sí existen anécdotas, frases, relatos e historias que pueden ayudar a pensar la relación con los hijos.
La palabra, las palabras, son el instrumento con el que nos humanizamos, el elemento con el que se le traduce a los hijos lo que ellos sienten y aún no saben como explicar. Los padres, con palabras, pueden imaginar a sus hijos aún antes de su concepción, o relatarles lo que sienten cuando aún no utilizan el lenguaje, así como comenzar a contarles de que va el mundo cuando son niños pequeños.
De palabras estamos hechos. Nos alegramos cuando con ellas nos dan aliento y nos felicitan, nos entristecemos cuando ellas no salen de nuestra boca en momentos que desearíamos poder haber dicho algo. Y podemos enfermar cuando las palabras no fueron dichas en el momento oportuno o encontramos imposible de decir cuestiones que nos terminan haciendo sufrir.
Nos parecemos más a una novela en constante proceso de escritura y reescritura que a una máquina de engranajes perfectamente encastrados. Y los hijos son ese libro que traemos al mundo, en el cual comenzamos a escribir las primeras páginas. Los hijos arman su proyecto de vida sobre los primeros capítulos escritos por los padres. Somos nosotros, fundamentalmente con palabras, quienes les damos las cartas con las que ellos jugarán el resto de la partida.
De modo que dejando de lado la idea de convertirse en «padres perfectos», nuestro desafío consiste en acompañarlos y también transformarnos nosotros durante el camino, sabiendo que ese es el mejor legado para que ellos puedan desplegar sus potencialidades a lo largo de su trayecto vital en un mundo en permanente cambio.