Colón y los negacionistas

En diversas partes del mundo el terraplanismo gana adeptos, desde asociaciones que reúnen a fanáticos y convencidos hasta un cuadro de fútbol en la tercera división de España. ¿Qué pensaría Cristobal Colón si cobrara vida en este siglo XXI y pudiera ver las imágenes satelitales de nuestro hogar o los innumerables estudios que dan cuenta de las características de nuestro planeta? Pensar que hace más de cinco siglos partió del puerto de Palos en procura de las Indias convencido que, como la tierra era redonda, llegaría hacía allí navegando hacia el oeste y no a través de África. Lo que no tenía en los planes era que en el medio se encontraría con nuestro continente.

En línea con la existencia del Flat Earth Fútbol Club y la Flat Earth Society, en abril pasado y en el medio de la cuarentena por la pandemia, una pareja italiana decidió poner toda la carne en el asador: vendieron todas sus pertenencias, se compraron una embarcación, se saltearon el aislamiento y se lanzaron a la mar dispuestos a llegar al fin del mundo y demostrar que la tierra es plana.

Los planes no resultaron y fueron interceptados por la Guardia Costera italiana, quien para su asombro afirmó que los navegantes dispuestos a llegar al fin del mundo utilizaban una brújula para orientarse, instrumento que funciona según el magnetismo terrestre, concepto que como navegantes terraplanistas deberían rechazar.

Los terraplanistas, los que creen en Papá Noel y los Reyes Magos y los padres y madres que juran que su hij@ adolescente no ha tomado ni un vaso de cerveza tienen algo en común: prefieren negar la realidad y abrazar cualquier creencia por fanática que sea con tal de no aceptar lo que es obvio.

Preferir no saber y negar nuestra precariedad, vulnerabilidad y/o fragilidad está a la orden del día en este 2020 pandémico. A la negación, una de las etapas en el trabajo de duelar (despedirse) a alguien o algo, nos conduce el horror a aquello que no dominamos; y si hay algo que por excelencia no dominamos, por más avances que ayer y hoy se haga al respecto, es la muerte. El desamparo al que nos enfrenta la idea de que moriremos, como un frío que recorre nuestra existencia, suele arrojarnos al calor del vértigo desenfrenado y la acción sin pienso.

La muerte constituye una amenaza para aquellos que están en los extremos de la vida: los niños y los ancianos. A los primeros la idea de la finitud los saca del reino soñado en que la inmortalidad estaba asegurada y los va poniendo pie a tierra, gravedad mediante, donde los sinsabores están asegurados. En los ancianos, la muerte como amenaza está allí, a la vuelta de la esquina, esperando a que, como dice Clint, el anciano deje entrar definitivamente en sí al viejo que lo habita.

El Covid-19 ha asegurado a prácticamente todos los habitantes del mundo la idea de lo que es una crisis, es decir protagonizar cómo es que nuestras vidas se ven interrumpidas y paralizadas por un acontecimiento que no podemos controlar y al que no queda otra que, en el mejor de los casos y más tarde o más temprano, terminar aceptando.

La consciencia de finitud es patrimonio exclusivo nuestro. Los animales no la tienen. Ellos perecen, no mueren. Si hay algo que atenta contra sus vidas no se ponen innecesariamente en peligro; ellos huyen y se protegen. Es clara la diferencia, ¿no? Nosotros, los humanos, somos seres paradójicos. Conscientes de nuestra finitud igual nos tentamos con el abismo, llámese este conducir en lugares impropios a 200 km/h, tomar o comer hasta colapsar y/o combatir en lugar de negociar con palabras.

Mientras que en los animales predomina el instinto de vida, en nosotros habitan dos fuerzas en permanente pugna, dos pulsiones, una de vida y otra de muerte, cuya programación básica se remonta a nuestros primeros años de vida, ese tiempo en que nuestro desvalimiento y desamparo nos caracterizaba.

Las rutinas, que garantizaban nuestras sensaciones de estabilidad y seguridad, estallaron por los aires con esta pandemia, poniendo al descubierto (como una marea baja) la fragilidad de nuestro sostén socio-económico ligado al trabajo, así como otra vulnerabilidad no menor: la del cuerpo, quien en estas circunstancias está amenazado de muerte por el invisible virus.

A veces tratado amablemente y en otras oportunidades considerado odioso, el Covid-19 nos está recordando que nuestro cuerpo puede degradarse, enfermar e incluso morir. Vivimos un tiempo donde las imágenes parecen serlo todo, donde la superficialidad de los perfiles en las redes sociales esconden el día a día de vidas generalmente no tan armoniosas. Las miserias personales no venden en las redes ni logran esos ansiados segundos o minutos de fama. Parece que ser exitoso en nuestro tiempo de internet 24/7 pasa todo por el cuerpo: l@s deportistas y l@s model@s son sinónimo de realización.

A esta crisis global le llegará, el año que viene o el otro, su vacuna salvadora, lo cual (creo) no querrá decir que nos encontremos o reencontremos con la brújula con la que orientarnos en un mundo que no quiere saber nada de las oscuridades que se esconden detrás de las imágenes, el brillo y la espectacularidad.

La pareja italiana que quería llegar al final del mundo ignoraba, creo yo, dos cosas. Una, que para su misión se estaba sirviendo de la brújula, instrumento que desacredita el fundamento de su creencia en una tierra plana; y dos, que con su exótica aventura pretendía ponerle algo de color a vidas probablemente sentidas como grises.

La mayoría de nosotros no vivimos en Italia ni tenemos barca con la que echarnos al mar en procura de redescubrir el fuego o inventar la rueda. La obsesión actual por las certezas y el vivir por siempre ha sido dinamitada por el coronavirus, quien también nos ha puesto de frente con aquello que en su momento fue barrido para debajo de la alfombra.

El retorno de lo no controlado y lo no asumido, en personas, familias, colectivos y comunidades, ahora esta allí, a la espera de que, como reza una anécdota de Freud, “halla más luz cuando alguien hable”.

Necesitamos del factor esperanza para reorientarnos en el medio de esta crisis, para no hacer del sufrir una costumbre, para dejar de buscar la felicidad como si de un objeto se tratara y sobre todo para prepararnos para recibir aquello que deseamos.

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