Hacer hogar en uno mismo

Cada semana escucho adultos que sostienen la vida entera con las manos: trabajan, cuidan, responden, resuelven. Personas sensibles, responsables, capaces. Y sin embargo, agotadas.

Por fuera funcionan. Por dentro están lejos de sí mismas. Y no es falta de voluntad. Es falta de hogar interno.

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Cuando el dolor no encuentra dónde caer

Notas sobre el sufrimiento silencioso de esta época

Hay dolores que no gritan. No rompen nada, no detienen la vida, no dejan marcas visibles. Siguen ahí, debajo de todo, buscando un lugar donde caer; que no encuentran. En esta época veloz —tan llena de tareas, pantallas, expectativas y rendimiento— el dolor quedó sin permiso. No hay espacio para aflojar, ni para llorar, ni para detenerse. La cultura entera parece diseñada para evitar el lado B de la vida.

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El oficio de escuchar

La escucha que se transforma

Después de años de práctica clínica, uno empieza a escuchar distinto. Ya no se trata de buscar el síntoma ni de apresurar una interpretación. La escucha se vuelve más corporal, más lenta, más permeable al ritmo del otro. Se empieza a entender que lo esencial en la terapia no es “hacer hablar”, sino sostener la posibilidad de que algo se diga.

Desde el psicoanálisis aprendí que el inconsciente se espera, no se fuerza. La palabra llega cuando encuentra un espacio lo bastante vivo para alojarse. Y a veces, el trabajo más profundo no ocurre en la revelación, sino en la respiración compartida que precede a toda palabra.


Hay quienes viven como si el silencio fuera peligroso. Corren, producen, apuestan. Aceleran no por ambición, sino por miedo a detenerse. La velocidad se convierte en defensa contra el vacío. El cuerpo en 5ta marcha es el modo en que el inconsciente grita: “si paro, me hundo».

El psicoanálisis enseña que detrás del exceso hay fragilidad: la compulsión no busca placer, busca no sentir dolor. Escuchar a quien no puede frenar es acompañarlo hasta que descubra que también hay vida en la pausa.


A veces el alma habla a través de la materia. Un día alguien empieza a reformar su casa, y sin saber por qué, se remueven también viejas memorias. Paredes, caños, techos, todo vibra con el movimiento interno. El espacio psíquico y el espacio físico se espejan: reparar se vuelve una forma de recordar y limpiar una forma de sanar.

El psicoanálisis no trabaja sobre los hechos, sino sobre los sentidos. Escuchar en ese punto es respetar la sabiduría del inconsciente, que siempre encuentra su modo de hablar aunque no use palabras.


Hay pacientes que vuelven cada semana a decir lo mismo. Y uno podría creer que nada cambia. Pero el tiempo enseña que la repetición también puede ser una forma de cuidado. Volver sobre lo mismo, a veces, es no dejar que el vacío arrase. El terapeuta aprende entonces a no impacientarse: a distinguir entre la repetición que estanca y la que sostiene.


En otros momentos, la palabra aparece como un destello: “he cambiado”, dice alguien, y en esa frase hay serenidad, no euforia. Es el signo de que algo del inconsciente se volvió experiencia integrada. El sujeto puede reconocerse en su propio proceso sin sentirse en deuda con el pasado. No se trata de haber entendido, sino de haberse transformado.


El terapeuta como presencia que cuida

Escuchar es dejarse afectar. No existe clínica viva sin que el terapeuta también se mueva. Cada encuentro enseña algo distinto sobre el tiempo, el cuerpo y el vínculo. Y con los años, uno comprende que el verdadero trabajo no es interpretar, sino cuidar el espacio donde la verdad puede aparecer sin violencia.

El psicoanálisis, cuando está vivo, no es un sistema cerrado: es una práctica del cuidado, una forma de hospitalidad para lo inconsciente. Escuchar así no es pasividad, es acto ético: presencia sin invasión, distancia sin desinterés.


Epílogo — La palabra como semilla

Con los años comprendo que la palabra es semilla y el espacio terapéutico, tierra fértil. No todas germinan al mismo tiempo ni bajo la misma luz. El trabajo del terapeuta es cuidar el suelo: regar con silencio, abonar con presencia y esperar el brote sin ansiedad.

Porque el cambio verdadero no se impone: florece.



Las escenas que aquí aparecen no describen casos reales, sino movimientos humanos que emergen en la práctica clínica. Cada fragmento nace de la resonancia entre experiencias, cuidando siempre la confidencialidad y el espíritu del encuentro.

El héroe que no puede descansar

Disponibilidad, vacío y el arte de volver a casa

Hay personas que viven en modo héroe: siempre disponibles, siempre listas para responder. Pero estar disponibles no siempre es cuidar; a veces es la forma más sutil de escapar del propio vacío.

Hoy, en sesión, le dije a un paciente que se parecía a Batman. No porque usara capa ni viviera de noche, sino porque siempre estaba disponible para los demás. Resolviendo, sosteniendo. Siempre que alguien necesitaba algo, él estaba ahí.

Mientras los demás podían decir que no, él nunca se lo permitía. Y sin darse cuenta, evitaba el vacío. Cuando no había misión, se sentía perdido, como si no supiera quién era sin una causa que lo necesitara.

Pensé entonces en cuántas veces confundimos estar disponibles con estar entregados. Creemos que decir que sí, sostener, responder, es sinónimo de cuidar. Pero hay disponibilidades que son, en realidad, una forma de ausencia: estar siempre para los demás puede ser la manera más eficaz de no estar para uno mismo.

Desde la psicología podríamos decir que una parte de nosotros se organiza alrededor del deber —esa voz que exige estar siempre a la altura— y otra alrededor del yo ideal —la que quiere ser autosuficiente, impecable, inagotable.

Pero ni el deber ni la autosuficiencia son lugares habitables por mucho tiempo. El cuerpo lo sabe: cuando la entrega o la autoexigencia se vuelven excesivas, se rompe el eje, se corta la respiración, se pierde el centro.

Estar disponibles no es estar abiertos a todo. Es aprender a ofrecerse desde un lugar sereno, desde un pulso propio. Es saber escuchar cuándo algo pide nuestra presencia y cuándo solo pide que no invadamos.

La disponibilidad verdadera no nace del sacrificio ni del ego: nace de un punto interior, donde el cuerpo y la intención se alinean. Cuando la acción surge desde ahí, el cuidado no agota: alimenta.

También la cultura contemporánea refuerza esa lógica heroica. Vivimos rodeados de mensajes que glorifican la superación permanente: “Impossible is nothing”, “Nunca te detengas”, “Podés con todo”. Es el mismo mandato, pero con ropa de deporte o de éxito.

Y ahí aparece algo más hondo: el problema no es el deseo de avanzar, sino la imposibilidad de detenerse. Cuando todo el discurso social promueve la productividad ilimitada, descansar se vuelve casi un acto subversivo. Y, sin embargo, ahí —en el límite, en la pausa, en el permiso— es donde empieza el verdadero cuidado.

También las organizaciones se parecen a veces a ese héroe: hiperactivas, siempre en misión, incapaces de detenerse. Confunden adaptabilidad con coherencia, movimiento con sentido. Pero el cuidado —personal o colectivo— no consiste en hacerlo todo, sino en hacer lo justo desde un lugar vivo.


Nota de autor
Este texto surge de una escena clínica, pero también de una observación más amplia: muchas personas —profesionales, líderes, padres, cuidadores— viven en modo héroe, sin darse permiso para descansar. Quizá todos, en algún momento, lo hemos hecho. Aprender a volver a casa, sin culpa y con serenidad, es una forma de cuidado que también merece ser aprendida.