En unos 60 días aproximadamente se termina el año, este extraño e inédito 2020. Mientras el mundo continúa convulsionado, sobre todo en el hemisferio norte ahora con la segunda oleada de contagios, en nuestras latitudes tampoco es menor el revuelo que continúa provocando el Covid-19.
Aquí y allá las medidas que se han tomado desde inicios de año y que aún se mantienen hasta ahora han provocado notoria afectación psicológica en niños, adolescentes, adultos y adultos mayores. Para unos y otros el parate ha derivado en el cambio de rutinas y las consiguientes consecuencias sobre la vida cotidiana.
En nuestro Uruguay, de marzo a julio los hogares se convirtieron en el lugar privilegiado de relacionamiento social y a partir de fines de junio, con la paulatina reapertura de las escuelas, algo de la perdida vieja normalidad volvió a instalarse.
Vieja y nueva normalidad porque la pandemia está marcando un antes y un después en nuestras vidas, para algunos porque han perdido la salud o el trabajo y en algunos casos porque primero perdieron lo segundo y luego lo primero.
La crisis enorme que está suponiendo esta pandemia no está impactando igual en toda la población, por lo cual dejará secuelas tibias en algunos casos y graves en otros, en la medida que ha desnudado, en estos últimos, falencias estructurales que la vieja normalidad permitía barrer para debajo de la alfombra.
Si lo que queremos es que no queden rezagados por el camino, lo que viene, tanto en lo social como en lo privado, demandará atender a los más fragilizados, alentar la participación para seguir construyendo ciudadanía y mitigar el miedo que crece con la soledad y el aislamiento.