Una relectura de la adolescencia desde la experiencia de ser padre.
Hoy mi hijo mayor cumple 16 años.
Lo miro y siento una mezcla de orgullo, ternura y vértigo. Y también una forma nueva de admiración: verlo crecer. En su rostro conviven el niño que fue y el adulto que empieza a asomar. Su mirada tiene algo de ambos mundos: la curiosidad de quien sigue explorando y la determinación de quien empieza a elegir su propio rumbo.
Hace algunos años escribí varios textos sobre la adolescencia: “Ulises, por favor regresá”, “Falló la justicia”, “Indio en problemas”, “Quemado a la japonesa”, “Es en contra y no a favor de él”. Entonces hablaba como psicólogo, lector del tiempo que vivimos y observador de las transformaciones culturales. Hoy esas palabras vuelven a mí con otro tono. Lo que antes analizaba, ahora lo vivo.
De Ulises a Telémaco
En 2018 escribí, inspirado en Massimo Recalcati, que vivimos en un tiempo donde Ulises se fue y no regresa, donde los hijos —como Telémaco— miran el mar esperando señales de los adultos.
Hoy entiendo que aquella metáfora era también una advertencia personal: yo mismo debía aprender a regresar, no desde la rigidez ni desde el miedo, sino desde la presencia. Ser padre, hoy, es mantener encendida la llama del vínculo en un mundo que dispersa la atención y disuelve las referencias.
Infancias invadidas, deseos dormidos
En “Quemado a la japonesa” reflexionaba sobre los hikikomori: jóvenes japoneses que se encierran durante años, asfixiados por la exigencia y la falta de deseo. Hoy veo que ese fenómeno, aunque distante, nos interpela de cerca.
Vivimos tiempos donde la infancia está colonizada por los adultos y la adolescencia por la productividad. Jóvenes cansados antes de empezar a vivir; adultos agotados antes de enseñar a volar.
Por eso, acompañar a un adolescente no es exigirle más, sino ayudarlo a reconectar con el deseo, con aquello que da sentido y movimiento a la vida.
El valor frente al precio
En “Indio en problemas” hablaba de un joven que arrojó un BMW al río. Allí planteaba la diferencia entre precio y valor. Hoy, como padre, confirmo que el verdadero regalo no es material, sino simbólico: la presencia, la palabra, la coherencia.
Un hijo no necesita un padre que compre cosas, sino uno que transmita sentido.
Aguantar la toma
En “Es en contra y no a favor de él” escribí que los adolescentes necesitan adultos que “aguanten la toma”, que resistan la tentación de responder con violencia o desdén.
Hoy esa frase se volvió práctica cotidiana. Acompañar a un adolescente es un arte: estar sin invadir, sostener sin imponer, guiar sin forzar. Es confiar en que el vínculo crece cuando no todo se corrige.
El espejo y la resonancia
Cada gesto de mi hijo me devuelve al adolescente que fui. En su rebeldía reconozco mi antiguo impulso; en su silencio, mi propia búsqueda. Acompañarlo es también seguir creciendo.
Porque la adolescencia de un hijo despierta la segunda adolescencia del padre: la que nos obliga a revisar lo aprendido, a volver a creer en el diálogo, a resonar sin controlar.
De la teoría a la experiencia
Hoy entiendo que aquellos artículos fueron, sin saberlo, una preparación para este tiempo. La teoría fue mi forma de anticipar la vivencia; la vivencia, mi modo de integrar la teoría. Y en esa integración descubro el verdadero sentido de acompañar: no ser perfecto, sino estar presente.
“Los hijos no necesitan héroes, necesitan adultos reales que sigan regresando”.
Regresar, no para salvar, sino para estar.
Regresar, no para imponer, sino para resonar.
Regresar, simplemente, para acompañar el vuelo.
Montevideo, 23 de octubre de 2025
(Este texto dialoga con “Ulises, por favor regresá” (2018), “Falló la justicia” (2018), “Quemado a la japonesa” (2019), “Indio en problemas” (2019) y “Es en contra y no a favor de él” (2019).)
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