Si no sos feliz, algo estás haciendo mal. Esa es, en el fondo, la premisa que recorre muchos discursos contemporáneos sobre el bienestar. Y es también el punto de partida del libro Happycracia, de Edgar Cabanas y Eva Illouz, una obra que desarma con lucidez la forma en que la industria de la felicidad se ha vuelto un nuevo dispositivo de control emocional, social y político.
Como psicólogo, como clínico, y como observador de lo que nos pasa como época, este libro me resultó incómodo. Y por eso mismo necesario.
Una felicidad diseñada para encajar, no para habitar
Cabanas e Illouz muestran cómo la promesa de felicidad ya no es una búsqueda personal, ética o filosófica. Es una exigencia. Un deber. Una mercancía. Se nos pide ser resilientes, positivos, agradecidos, incluso en medio de sistemas que muchas veces agotan, precarizan o deshumanizan. La psicología positiva, en su versión más marketinizada, nos dice que “todo depende de cómo lo mires”. Pero cuando lo que se repite no es solo angustia personal, sino desgaste estructural, injusticias invisibilizadas o vínculos rotos por la lógica del rendimiento, entonces no alcanza con cambiar la mirada. Hay que cambiar el marco.

El costo subjetivo de tener que estar bien
Muchos de los malestares que escuchamos en la clínica hoy —ansiedad, fatiga, desorientación, culpa, autoexigencia— no son solo “síntomas internos”. Son respuestas psíquicas a una época que ha hecho de la felicidad un imperativo moral. El problema no es estar tristes, en crisis, agobiados. El problema es sentir que eso no debería pasarnos. Que fallamos si nos sentimos así. Esa doble trampa —sufrir y encima culparse por sufrir— es uno de los mecanismos más perversos del discurso del bienestar obligatorio.
Happycracia y el borrado del conflicto
Cuando todo se reduce a estados emocionales gestionables, desaparece la dimensión política del sufrimiento. No hay explotación, hay “falta de mindset”. No hay duelo, hay “energía baja”. No hay trauma, hay “bloqueo emocional”. Pero no todo lo que duele se soluciona con actitud. A veces, lo que duele señala. Nombra. Denuncia. Interpela.
La happycracia no solo anestesia el conflicto, sino que genera nuevos dispositivos de exclusión: si no estás bien, no encajás. Y si no encajás, la falla es tuya.
Escuchar lo que molesta, no silenciarlo
Desde la clínica, una tarea ética es devolverle dignidad al malestar. Escuchar sin juzgar. Sostener sin diagnosticar de inmediato. Habilitar una palabra que no tenga que rendir. No para quedarse en el sufrimiento, sino para no expulsarlo como si fuera un virus a erradicar. Porque el dolor también informa. El síntoma también dice. Y a veces, lo más terapéutico no es cambiar de actitud, sino poder decir lo que nunca se dijo.
¿Qué hacemos con esto?
Este artículo no propone un rechazo a toda búsqueda de bienestar. Al contrario. Pero sí una crítica al modo en que esa búsqueda se vuelve norma, presión, mercado. Quizás el desafío hoy sea otro: construir espacios donde ser feliz no sea una obligación y estar mal no sea una culpa. Donde podamos desarmar la lógica de la mejora infinita para, al menos por un rato, simplemente habitar lo que nos pasa.
¿Y vos? ¿Qué lugar le das al malestar? ¿Lo escuchás, lo negás, lo medicalizás, lo apurás? Quizás no se trate de buscar estar bien todo el tiempo, sino de poder estar —con otros, con sentido, con palabras— incluso cuando no se está bien.
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Un comentario sobre “Sonríe, siempre sonríe”