Acompañar, compartir y resonar

Hay un momento en el camino en que las palabras dejan de explicar y empiezan a acompañar. Ya no se trata de enseñar ni de convencer, sino de estar. De compartir la experiencia sin apuro, sin meta y sin buscar eco inmediato.

Después de tanto vuelo, tanta búsqueda y tanta calma alcanzada, siento que lo que sigue no es elevar más, sino compartir el aire. Abrir espacio para que otros respiren cerca, sin perder mi propio ritmo.

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El héroe que no puede descansar

Disponibilidad, vacío y el arte de volver a casa

Hay personas que viven en modo héroe: siempre disponibles, siempre listas para responder. Pero estar disponibles no siempre es cuidar; a veces es la forma más sutil de escapar del propio vacío.

Hoy, en sesión, le dije a un paciente que se parecía a Batman. No porque usara capa ni viviera de noche, sino porque siempre estaba disponible para los demás. Resolviendo, sosteniendo. Siempre que alguien necesitaba algo, él estaba ahí.

Mientras los demás podían decir que no, él nunca se lo permitía. Y sin darse cuenta, evitaba el vacío. Cuando no había misión, se sentía perdido, como si no supiera quién era sin una causa que lo necesitara.

Pensé entonces en cuántas veces confundimos estar disponibles con estar entregados. Creemos que decir que sí, sostener, responder, es sinónimo de cuidar. Pero hay disponibilidades que son, en realidad, una forma de ausencia: estar siempre para los demás puede ser la manera más eficaz de no estar para uno mismo.

Desde la psicología podríamos decir que una parte de nosotros se organiza alrededor del deber —esa voz que exige estar siempre a la altura— y otra alrededor del yo ideal —la que quiere ser autosuficiente, impecable, inagotable.

Pero ni el deber ni la autosuficiencia son lugares habitables por mucho tiempo. El cuerpo lo sabe: cuando la entrega o la autoexigencia se vuelven excesivas, se rompe el eje, se corta la respiración, se pierde el centro.

Estar disponibles no es estar abiertos a todo. Es aprender a ofrecerse desde un lugar sereno, desde un pulso propio. Es saber escuchar cuándo algo pide nuestra presencia y cuándo solo pide que no invadamos.

La disponibilidad verdadera no nace del sacrificio ni del ego: nace de un punto interior, donde el cuerpo y la intención se alinean. Cuando la acción surge desde ahí, el cuidado no agota: alimenta.

También la cultura contemporánea refuerza esa lógica heroica. Vivimos rodeados de mensajes que glorifican la superación permanente: “Impossible is nothing”, “Nunca te detengas”, “Podés con todo”. Es el mismo mandato, pero con ropa de deporte o de éxito.

Y ahí aparece algo más hondo: el problema no es el deseo de avanzar, sino la imposibilidad de detenerse. Cuando todo el discurso social promueve la productividad ilimitada, descansar se vuelve casi un acto subversivo. Y, sin embargo, ahí —en el límite, en la pausa, en el permiso— es donde empieza el verdadero cuidado.

También las organizaciones se parecen a veces a ese héroe: hiperactivas, siempre en misión, incapaces de detenerse. Confunden adaptabilidad con coherencia, movimiento con sentido. Pero el cuidado —personal o colectivo— no consiste en hacerlo todo, sino en hacer lo justo desde un lugar vivo.


Nota de autor
Este texto surge de una escena clínica, pero también de una observación más amplia: muchas personas —profesionales, líderes, padres, cuidadores— viven en modo héroe, sin darse permiso para descansar. Quizá todos, en algún momento, lo hemos hecho. Aprender a volver a casa, sin culpa y con serenidad, es una forma de cuidado que también merece ser aprendida.

Entre el aire y el mar: la brújula interior

Vengo de una historia marcada por el movimiento.

De mi padre heredé el aire: el vuelo, la dirección, el impulso de ir más alto. El piloto de caza que fue, con su precisión y su riesgo, me enseñó la fuerza del foco y también el costo de perder contacto con la tierra.

Durante años lo critiqué por esa distancia —por no haber estado más presente—, y sin darme cuenta, muchas veces yo también viví demasiado en el aire. Hoy aprendo a integrar: volar, sí, pero con raíces.

De mi amigo Diego Rombys, el marino, aprendí la calma y la lectura del clima. No se trata de dominar el mar, sino de entender sus corrientes y ajustar el rumbo. Del vuelo a la navegación: del control a la confianza. El mar me enseñó a trabajar desde la escucha, no desde la fuerza.

Y de mi abuelo Renato, el cronometrista, aprendí el ritmo. El tiempo de la carrera, el sentido del equipo, la importancia de saber cuándo tirar y cuándo dejarse llevar por el pelotón. De él viene mi amor por los procesos, por acompañar el pulso humano más que el resultado inmediato.

Aire, mar y tierra en movimiento: tres lenguajes de orientación que hoy se vuelven brújula interior. Mi manera de estar en el mundo profesional —como psicólogo, consultor y acompañante— nace de esas tres herencias: el foco, la escucha y el ritmo.

Ya no busco ganar altura ni velocidad. Busco equilibrio.

Entre el impulso y la paciencia, entre el viento y el agua, entre la acción y la presencia.

Esa es mi forma actual de navegar, de volar, de vivir.