Durante años he trabajado en la formación integral de jockeys. Formación técnica, física, ética, conductual. Acompañamiento cercano, seguimiento, evaluación continua. Ese trabajo —al menos en nuestro contexto— está hecho, y está bien hecho.
El punto ciego aparece después. Cuando la etapa formativa termina, el jockey egresa. Y con el egreso, muchas veces, también termina el cuidado. No porque a nadie le importe, sino porque el sistema funciona así: la responsabilidad queda fragmentada, el acompañamiento se diluye y la persona queda, en gran medida, sola frente a las exigencias de una profesión intensa, riesgosa y profundamente demandante.
No es una crítica. Es una constatación cultural. En muchos contextos, el cuidado del jockey se piensa como un momento: la formación, la habilitación, la pista. Pero en otros ecosistemas, el cuidado se piensa como una trayectoria: algo que empieza antes, continúa durante y se transforma después, pero no desaparece.
Ahí aparece una diferencia clave. La diferencia no está solo en los recursos ni en los dispositivos formales. Está en la cultura. En cómo el sistema entiende que la salud, la seguridad y el bienestar no son eventos aislados, sino procesos vivos que necesitan sostén, red y mirada compartida.
En Uruguay —como en muchos otros países— los profesionales que rodean al turf han estado históricamente concentrados en áreas muy específicas: veterinarios para los caballos, médicos para la emergencia en pista. Eso es indispensable. Pero no alcanza para acompañar la complejidad humana de quien ejerce el oficio.
Durante la formación, ese acompañamiento existe. Después, muchas veces, se diluye. El jockey egresa con herramientas, pero sin red. Con saber hacer, pero con poco sostén. Con exigencias altas y márgenes estrechos para pedir ayuda.
Pensar esto no implica crear nuevas estructuras, ni sumar burocracia, ni abrir agendas imposibles. Implica algo más simple y, a la vez, más profundo: ensanchar el ecosistema.
Abrir el campo para que más saberes, más miradas y más formas de cuidado puedan integrarse alrededor del jockey a lo largo de su carrera. No como un programa, sino como una cultura. No como una obligación, sino como una responsabilidad compartida.
Tal vez el desafío de esta etapa no sea formar mejor —porque eso ya se hace— sino aprender a sostener mejor lo que se forma. Y quizás la pregunta que vale la pena dejar abierta no sea qué más hay que hacer, sino cómo evitar que, una vez que la formación termina, el cuidado también lo haga.
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