Por qué algunas terapias ni siquiera llegan a empezar
Hay adultos que llegan a terapia pero no llegan del todo. Piden una hora, cancelan, vuelven, pausan, cambian fechas, proponen interrupciones largas sin elaborar, anuncian decisiones unilaterales. La clínica se vuelve extraña, como si el proceso avanzara y retrocediera al mismo tiempo. No es falta de voluntad, ni mala educación, ni desinterés. Es algo más profundo: la persona está funcionando desde un lugar infantil, aunque tenga 30, 40 o 60 años. Y cuando el adulto no aparece, la terapia no puede empezar.
La intermitencia como defensa infantil
Muchos adultos cargan un núcleo infantil que emerge cuando se angustian. Ese infantil no es el niño cronológico, sino una forma de defenderse del dolor:
- pausar para no sentir,
- cambiar horarios para no confrontar,
- decidir unilateralmente para no sentirse vulnerables,
- cortar el proceso cuando algo interno se mueve,
- volver solo cuando la angustia aprieta.
Desde afuera parece capricho. Desde adentro es un mecanismo de supervivencia. La intermitencia no es casual: es una defensa contra lo que la terapia empieza a remover. El problema es que esta defensa, que protege al paciente, impide que el proceso terapéutico tome forma.
No se puede trabajar cuando el paciente entra y sale según su angustia.
Cuando el vínculo no llega a formarse
Una terapia no comienza con la primera sesión. Comienza cuando el paciente puede permanecer. Se necesita continuidad para que el vínculo terapéutico —ese lazo emocional donde se sostiene la transformación— pueda aparecer. Sin ese mínimo de permanencia, lo que se produce es una ficción de proceso:
- algunas sesiones,
- luego un corte abrupto,
- luego un retorno condicionado,
- luego otra pausa larga.
El terapeuta está, el espacio está, la intención está. Pero el vínculo no llega a nacer porque la persona no puede quedarse lo suficiente para que eso ocurra. Sin vínculo, no hay proceso. Lo que se ve son chispazos, no camino.
Sin permanencia, no hay vínculo; sin vínculo, no hay proceso.
El encuadre como acto adulto
Cuando un paciente funciona desde lo infantil, la tentación —por cansancio, por empatía o por deseo de ayudar— es flexibilizar demasiado el encuadre:
- aceptar intermitencias,
- adaptarse a caprichos,
- acomodar fechas sin hablar de lo que pasa,
- sostener un proceso que el paciente no sostiene,
- convertirse sin darse cuenta en figura parental.
Pero el oficio clínico exige otra cosa. El encuadre no es rigidez ni castigo. Es el adulto de la sesión. Es lo que permite que algo del proceso exista. Ceder a los caprichos es matar la terapia antes de que nazca. Endurecerse es perder el vínculo. El trabajo real está en sostener un lugar adulto cuando el otro no puede hacerlo.
El encuadre es el adulto de la sesión.
Y a veces, sostener ese encuadre implica decir algo fundamental: “Esto que está ocurriendo no es un proceso terapéutico”.
Cuando la pausa es un cierre encubierto
Cada tanto, un paciente propone pausas largas: un mes, seis semanas, dos meses. Desde su perspectiva, pueden sonar razonables (“estoy saturado”, “tengo compromisos”, “quiero parar un poco”). Pero clínicamente significan otra cosa:
La pausa no es descanso.
La pausa es evasión.
Cuando el vínculo todavía no se formó —porque recién van pocas sesiones— y aparece una interrupción extensa, lo que se corta no es el calendario: se corta la posibilidad misma de construir un proceso. Y el terapeuta no puede sostener una ficción de continuidad donde no la hay.
La verdad que ordena
Hay etapas que no llegan a ser terapia. No por falta de técnica. No por falta de empatía. No por fallas del terapeuta. No llegan a ser terapia porque el adulto del paciente todavía no puede aparecer. El terapeuta acompaña, espera, escucha, pero no persigue. El proceso requiere presencia, no intermitencia.
La buena noticia es que muchas veces, más adelante, ese adulto emerge. Y ahí sí, la terapia puede empezar. Pero nunca antes.
Una terapia solo comienza cuando alguien puede quedarse.
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