La escucha que se transforma
Después de años de práctica clínica, uno empieza a escuchar distinto. Ya no se trata de buscar el síntoma ni de apresurar una interpretación. La escucha se vuelve más corporal, más lenta, más permeable al ritmo del otro. Se empieza a entender que lo esencial en la terapia no es “hacer hablar”, sino sostener la posibilidad de que algo se diga.
Desde el psicoanálisis aprendí que el inconsciente se espera, no se fuerza. La palabra llega cuando encuentra un espacio lo bastante vivo para alojarse. Y a veces, el trabajo más profundo no ocurre en la revelación, sino en la respiración compartida que precede a toda palabra.
Escenas del inconsciente contemporáneo
el que acelera para no sentir
Hay quienes viven como si el silencio fuera peligroso. Corren, producen, apuestan. Aceleran no por ambición, sino por miedo a detenerse. La velocidad se convierte en defensa contra el vacío. El cuerpo en 5ta marcha es el modo en que el inconsciente grita: “si paro, me hundo».
El psicoanálisis enseña que detrás del exceso hay fragilidad: la compulsión no busca placer, busca no sentir dolor. Escuchar a quien no puede frenar es acompañarlo hasta que descubra que también hay vida en la pausa.
La que reordena afuera lo que se mueve adentro
A veces el alma habla a través de la materia. Un día alguien empieza a reformar su casa, y sin saber por qué, se remueven también viejas memorias. Paredes, caños, techos, todo vibra con el movimiento interno. El espacio psíquico y el espacio físico se espejan: reparar se vuelve una forma de recordar y limpiar una forma de sanar.
El psicoanálisis no trabaja sobre los hechos, sino sobre los sentidos. Escuchar en ese punto es respetar la sabiduría del inconsciente, que siempre encuentra su modo de hablar aunque no use palabras.
La que repite para sostener
Hay pacientes que vuelven cada semana a decir lo mismo. Y uno podría creer que nada cambia. Pero el tiempo enseña que la repetición también puede ser una forma de cuidado. Volver sobre lo mismo, a veces, es no dejar que el vacío arrase. El terapeuta aprende entonces a no impacientarse: a distinguir entre la repetición que estanca y la que sostiene.
“A veces lo que se repite no detiene: acompaña”.
La que se reconoce cambiada
En otros momentos, la palabra aparece como un destello: “he cambiado”, dice alguien, y en esa frase hay serenidad, no euforia. Es el signo de que algo del inconsciente se volvió experiencia integrada. El sujeto puede reconocerse en su propio proceso sin sentirse en deuda con el pasado. No se trata de haber entendido, sino de haberse transformado.
El terapeuta como presencia que cuida
Escuchar es dejarse afectar. No existe clínica viva sin que el terapeuta también se mueva. Cada encuentro enseña algo distinto sobre el tiempo, el cuerpo y el vínculo. Y con los años, uno comprende que el verdadero trabajo no es interpretar, sino cuidar el espacio donde la verdad puede aparecer sin violencia.
El psicoanálisis, cuando está vivo, no es un sistema cerrado: es una práctica del cuidado, una forma de hospitalidad para lo inconsciente. Escuchar así no es pasividad, es acto ético: presencia sin invasión, distancia sin desinterés.
“El oficio no es entender al otro,
sino sostener humanidad donde hubo herida”.
Epílogo — La palabra como semilla
Con los años comprendo que la palabra es semilla y el espacio terapéutico, tierra fértil. No todas germinan al mismo tiempo ni bajo la misma luz. El trabajo del terapeuta es cuidar el suelo: regar con silencio, abonar con presencia y esperar el brote sin ansiedad.
Porque el cambio verdadero no se impone: florece.
Las escenas que aquí aparecen no describen casos reales, sino movimientos humanos que emergen en la práctica clínica. Cada fragmento nace de la resonancia entre experiencias, cuidando siempre la confidencialidad y el espíritu del encuentro.



