Notas sobre el sufrimiento silencioso de esta época
Hay dolores que no gritan. No rompen nada, no detienen la vida, no dejan marcas visibles. Siguen ahí, debajo de todo, buscando un lugar donde caer; que no encuentran. En esta época veloz —tan llena de tareas, pantallas, expectativas y rendimiento— el dolor quedó sin permiso. No hay espacio para aflojar, ni para llorar, ni para detenerse. La cultura entera parece diseñada para evitar el lado B de la vida.
Pero el dolor no desaparece porque no lo miremos. Cuando no tiene dónde caer, se queda suspendido: en el cuerpo, en el sueño, en la respiración, en la ansiedad que aprieta, en la irritabilidad que no entendemos, en la desconexión que nos deja funcionando, pero sin sentir.
Dolor suspendido: el síntoma más silencioso de esta época
Cada vez veo más personas que no saben decir qué les pasa porque “en teoría” todo está bien. No hay un duelo claro. No hubo un trauma puntual. No hay un motivo visible para estar mal. Y, sin embargo, algo en ellos está cansado. Algo en ellos perdió el pulso. Algo en ellos dejó de encontrar tierra.
Ese es el dolor que no encuentra dónde caer: no tiene nombre, no tiene ritual, no tiene permiso, y termina expresándose como:
- ansiedad difusa
- depresión silenciosa
- desconexión afectiva
- agotamiento profundo
- irritabilidad sin causa
- vidas ordenadas por fuera y vacías por dentro
Es el sufrimiento contemporáneo: un dolor sin lugar.
El mandato de seguir: de los ’90 a hoy
En la última década del siglo pasado, el estribillo de una canción muy conocida decía “No pare, sigue sigue”. Era solo un coro, pero también una pedagogía emocional: seguir, empujar, funcionar, rendir, no aflojar.
Hoy el mandato cambió de forma, pero no de fondo. Ya no lo cantamos en una pista de baile. Ahora lo repetimos en versión contemporánea: “Tenés que poder con todo, andá a full, Modo on, no te caigas, estar mal no es opción, nada es imposible».
La época sigue pidiendo velocidad. El cuerpo sigue pidiendo pausa. Y el dolor, cuando no encuentra dónde caer, queda suspendido entre ambas cosas.
La época nos pide seguir y el cuerpo pide detenerse
El problema no es el dolor. El problema es la velocidad con la que queremos que desaparezca. El mandato de “seguir”, “rendir”, “sostener”, “estar bien”. En esa tensión —entre lo que la época exige y lo que el cuerpo necesita— muchos se quedan atrapados. Ni rompen ni reparan. Solo sobreviven.
El dolor necesita un lugar, no una solución
El dolor humano no pide explicaciones. Pide suelo. Un espacio donde pueda aterrizar sin romper nada: un vínculo, una escucha, un ritmo más lento, un cuerpo que se habilita a sentir sin miedo.
A veces, acompañar es simplemente eso: ofrecer un lugar donde el dolor pueda caer. Donde pueda descansar. Donde pueda decir algo que nunca tuvo espacio para decir.
Porque el dolor, cuando encuentra dónde caer,
deja de ser peso y se vuelve verdad.
¿Quién cuida a los que se rompen?
Hay algo que vuelve una y otra vez en mi escucha: personas que hacen, hacen, y hacen; que sostienen trabajos, familias, equipos, urgencias, responsabilidades, hasta que un día algo en ellos se quiebra.
No es debilidad. No es fragilidad de carácter. Es el cuerpo diciendo basta después de ser ignorado demasiado tiempo. Y cuando se rompen, cuando finalmente caen, aparece la pregunta que nadie quiere mirar: ¿quién cuida a los que se rompen?
Y junto a esa pregunta, otra igual de honda: ¿Quién cuida a los que cuidan? Porque muchos de los que hoy se quiebran son justamente quienes sostuvieron a otros durante años. Los que estuvieron para todos. Los que acompañaron, contuvieron, organizaron, repararon. Los que no pidieron nada mientras daban todo. Los que nunca tuvieron permiso para descansar.
La antropóloga Margaret Mead decía que el primer signo de civilización no era una vasija ni una herramienta, sino un fémur quebrado y sanado. Porque eso implicaba que alguien se detuvo, protegió, alimentó y cuidó. El cuidado fue nuestra primera forma de humanidad.
Lo que estamos viviendo hoy —como época— es una desconexión profunda de ese gesto originario. No hay tiempo para detenerse. No hay tiempo para acompañar. No hay tiempo para cuidar al que sostiene todo. Y así, cuando alguien se rompe, cae en un vacío.
Si el dolor no encuentra dónde caer,
y los que cuidan no encuentran quién los cuide,
entonces lo que se quiebra no es solo una persona:
es una forma entera de civilización.
Y tal vez nuestro trabajo —clínico, humano, relacional, comunitario— sea justamente este: restaurar el gesto más antiguo que tenemos: cuidar al que cuida, cuidar al que se rompe.
En síntesis: cuidar lo que sostiene la vida.
Nota ética. Este texto no describe casos reales. Surge de la resonancia entre experiencias clínicas y humanas, cuidando siempre la confidencialidad y el espíritu del encuentro.
Descubre más desde Agustín Menéndez
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Como siempre te doy las gracias, no la estoy pasando bien. Me mudé para El Pinar para estar más cerca de mi nieta que ya va a cumplir 8 años, pedí número para psicólogo y me dijeron que hasta dentro de 2 o 3 años no hay…., yo estoy en Asse, no sé si te conté que estoy jubilada por incapacidad total aunque me defiendo, cuando nos conocimos ya estaba jubilada.
Este artículo me gustó mucho, no me rindo, me gusta ayudar a quienes pueda por eso había entrado en Atueru, y como se dice trabajé o colaboré detras de pantalla, hasta que me alejé porque no me gustó la directiva, si bien estoy en contacto con mucha gente de esa época.
Hoy voy a Ajupen y hago taller de cestería y dibujo, me hace bien estar rodeada de gente y compartir momentos, pero ya voy a cumplir 70 años y los empujes son fuertes, más en días como el de hoy.
Me hiciste reflexionar en cuánto uno carga una mochila pesada de cosas de años atrás, quizás desde la infancia y por más que no me entrego, reconozco que uno necesita siempre de alguien con quien conversar, soltar cosas.
Gracias, gracias, gracias, me hizo mucho bien leer el texto de hoy.
Abrazo de luz, sigue adelante y sé feliz
Me gustaLe gusta a 1 persona
Gracias, Elizabeth, por compartir todo esto con tanta sinceridad.
Lamento que estés atravesando un momento difícil, y al mismo tiempo valoro profundamente tu fuerza: mudarte para estar cerca de tu nieta, seguir buscando sostén, acercarte a los talleres, rodearte de gente. Todo eso habla de una enorme dignidad y de un deseo muy vivo de seguir creando sentido.
Me alegra que el texto te haya acompañado un poco.
A veces uno carga años de historia, de silencios, de empujes fuertes —como vos decís— y aun así encuentra pequeñas redes, pequeños lugares donde apoyarse.
Que hoy hayas podido nombrarlo ya es un gesto de cuidado hacia vos misma.
Celebro que sigas conectada a tus espacios, a la gente que querés y a esas actividades que te hacen bien.
Aunque los días se hagan pesados, no estás sola: cada vínculo, cada taller, cada conversación también ayuda a aflojar esa mochila.
Gracias por tu mensaje, Elizabeth.
Te mando un abrazo grande y toda mi buena energía.
Que sigas adelante, con calma y con compañía.
Agustín
Me gustaMe gusta