El cuidado real no promete curar. Promete estar.

Junto a dos colegas (Daniele Restano y Soledad Santana) coordino un grupo de apoyo psicooncológico en la Fundación Clarita Berenbau. Cada semana, desde 2018, compartimos un espacio con personas que atraviesan enfermedades oncológicas, duelos, diagnósticos recientes o momentos donde la vida se vuelve frágil e incierta.

No trabajamos con fórmulas. Tampoco con discursos forzados de superación. La propuesta es otra. Más silenciosa. Más humana. Ofrecemos algo que, aunque parezca poco, a veces es lo único verdaderamente necesario: presencia.

Escucha atenta. Palabras que no intentan tapar el dolor, sino acompañarlo. Un tiempo compartido entre personas que no buscan ser salvadas, sino ser vistas, sostenidas y alojadas.

Muchas veces me preguntan qué se hace en un grupo de este tipo. La respuesta es simple y compleja a la vez. No se hace “mucho”, en el sentido técnico. Pero sucede mucho, en el sentido humano.

En un contexto donde el sufrimiento suele ser rápidamente medicalizado, normalizado o empujado hacia la productividad, lo que ofrecemos es algo contracultural: hacer lugar, dar tiempo y no apurarse a resolver lo que necesita ser elaborado.

En ese sentido, aprendí que el cuidado real no es prometer sanación. No es decir que todo va a estar bien. No es sostener una sonrisa cuando la tristeza es legítima. Cuidar es no desaparecer cuando el dolor irrumpe. Es poder decir: “Estoy acá, aunque no tenga respuestas”. Es sostener el lazo, incluso cuando no sabemos bien qué hacer con lo que el otro trae.

Y eso también es clínica.

Una clínica del vínculo, que no se mide por resultados, sino por presencia. Una clínica que no se centra solo en el síntoma, sino en la persona entera. Una clínica que no busca corregir ni disciplinar el dolor, sino acompañarlo y alojarlo.

Trabajar en este tipo de espacios me enseñó y enseña mucho sobre los límites y las posibilidades del acompañamiento. Que no se trata de “hacer sentir mejor” a alguien, sino de estar disponibles para que, si algo cambia, lo haga desde el lazo y no desde la exigencia.

Porque hay dolores que no se curan. Pero sí pueden transformarse cuando son escuchados. Cuando dejan de estar solos. Y en tiempos donde tantas personas se sienten solas en su dolor, estar —aunque parezca poco— puede ser un acto profundamente reparador.


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