Cuidar el oficio, formar a las personas

Cuando asumí la coordinación de la Escuela de Jockeys sabía que no se trataba solo de transmitir técnicas o preparar físicamente a los estudiantes. Lo que estaba en juego era mucho más profundo: acompañar a jóvenes en una etapa vital desafiante, con historias diversas y muchas veces marcadas por la adversidad, en el camino de convertirse no solo en profesionales del turf, sino en personas íntegras.

Trabajar allí fue, y sigue siendo, una experiencia transformadora. Porque educar no es solo enseñar: es sostener, es formar vínculos, es ayudar a construir una manera de habitar el mundo.

Desde 2014 la Escuela ha recibido a más de 130 estudiantes, de los cuales han egresado unos 80 y una treintena han llegado a convertirse en jockeys profesionales. Más allá de los números, cada ingreso es una apuesta, cada egreso es un logro compartido, y cada jockey formado es una historia de perseverancia. Esa trayectoria habla de un proceso que no se improvisa: hay detrás un equipo comprometido, un marco institucional que sostiene y una cultura que promueve el esfuerzo, la superación y el cuidado mutuo.

Este proceso no surge en el vacío. Desde la reapertura del Hipódromo Nacional de Maroñas en 2003, la hípica nacional ha vivido un desarrollo sostenido que impactó de forma directa en la expansión de actividades, oficios y profesiones vinculadas al turf: criadores, cuidadores, entrenadores, jockeys, vareadores, peones, veterinarios, entre otros. Ese crecimiento vino acompañado de una mayor formalización del sector y de nuevas exigencias en términos de profesionalización y calidad formativa.

En ese contexto, la creación de la Escuela de Jockeys y Vareadores (EJyV) fue una respuesta concreta a una necesidad compartida: por un lado, muchos jóvenes se acercaban a los hipódromos buscando no solo un sustento económico, sino también un proyecto de vida. Por otro lado, los actores del sector exigían formación técnica y humana para quienes se iniciaban en el oficio. La apertura de la Escuela por parte de HRU fue, entonces, una apuesta por la profesionalización, por el desarrollo de trayectorias laborales sostenibles y por el fortalecimiento de una tradición que sigue viva y en evolución.

Este año, en la ceremonia de apertura del curso, me tocó compartir unas palabras que intentaron resumir el espíritu de esta formación:

“Hoy comienza una travesía. No solo una carrera —aunque muchas habrá a lo largo del camino—, sino una formación que demanda coraje, disciplina, pasión y, sobre todo, respeto: respeto por el deporte, por el animal, por uno mismo y por el oficio que están eligiendo abrazar.

Ser jockey es mucho más que montar un caballo y cruzar una meta. Es sentir el latido de otro ser vivo, tomar decisiones en fracciones de segundo, saber cuándo esperar y cuándo arriesgar. Es entrenar cada día, incluso cuando no hay público, cuando nadie ve. Es caer y volver a levantarse.”

Ese mensaje sintetiza muchas de las convicciones que me sostienen en este rol. Porque mi tarea como coordinador no es solo planificar horarios o resolver cuestiones administrativas. Es acompañar procesos. Es tender puentes entre docentes, entrenadores, autoridades, familias y estudiantes. Es escuchar. Detectar a tiempo lo que no se dice. Crear condiciones para que otros puedan enseñar y aprender. Y, sobre todo, confiar: en las posibilidades de cada uno, incluso cuando ellos mismos aún no las ven.

En la Escuela aprendí —una vez más— que formar no es moldear: es cultivar. Y que eso requiere tiempo, presencia y respeto. Es un trabajo artesanal que no se ve en los informes ni en las estadísticas, pero que deja huella.

También confirmé algo que creo profundamente: cuando las instituciones se piensan como comunidades de aprendizaje, todo cambia. El clima mejora, los vínculos se fortalecen, los errores se vuelven oportunidades, y cada logro —grande o pequeño— se celebra como propio.

Acompañar a estos jóvenes es una responsabilidad, pero también un privilegio. Porque cuando uno les ofrece un marco confiable, ellos responden. Crecen. Se comprometen. Encuentran una forma de decir quiénes son y qué quieren. Y a veces, hasta descubren que pueden llegar más lejos de lo que imaginaban.

Eso, para mí, ya justifica todo el esfuerzo.


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