Muchas veces creemos que lo que nos mueve son nuestros deseos. Pensamos que elegimos libremente, que vamos detrás de lo que queremos. Sin embargo, al mirar más de cerca, descubrimos que gran parte de lo que hacemos responde a mandatos: frases heredadas, reglas silenciosas, exigencias que se instalaron en nosotros como verdades indiscutibles.
LOS MANDATOS QUE NOS HABITAN
“Tenés que rendir».
“Tenés que poder con todo».
“Tenés que estar bien».
Estos mandatos no siempre se nos transmiten de manera explícita. A veces se instalan en la infancia, cuando percibimos qué se esperaba de nosotros en la familia. Otras veces provienen de la cultura: un ideal de éxito, de perfección, de productividad. Con el tiempo, esas voces ajenas se mezclan con la propia, y terminamos creyendo que son nuestros deseos.
El problema es que los mandatos suelen ser infinitos e imposibles de cumplir. No tienen límite. Siempre piden más. Y al vivir para responderles, quedamos atrapados en la sensación de nunca ser suficientes.
EL DESEO: UNA VOZ MÁS SUTIL
El deseo, a diferencia del mandato, no se impone. No grita: susurra. El deseo se siente como un movimiento propio, una inclinación vital que no nace de la obligación sino de la atracción.
Mientras el mandato dice “tenés que…”, el deseo se expresa como “quiero…”, aunque muchas veces quede oculto detrás de las exigencias. Reconocer esa diferencia no es fácil: el deseo no siempre aparece como un plan claro, sino como una inquietud, una incomodidad o una intuición que necesita ser escuchada.
Un ejemplo clínico frecuente es el de personas que dedican toda su energía a rendir, a producir, a alcanzar metas, convencidas de que eso es lo que desean. Sin embargo, al trabajar en terapia descubren que lo que realmente buscan es tiempo: tiempo para descansar, para crear, para estar con otros, para sí mismos.
EL CONFLICTO ENTRE DESEO Y MANDATO
Cuando confundimos deseo con mandato, las consecuencias suelen aparecer en forma de angustia, burnout, sensación de vacío o de estar viviendo una vida que no nos pertenece del todo. Hacemos mucho, logramos mucho, pero sentimos que “algo falta”.
Separar el deseo del mandato es un acto de libertad. No porque los mandatos desaparezcan —seguirán estando, como parte de nuestra historia—, sino porque dejan de dirigirnos en automático. Cuando logramos distinguirlos, aparece un alivio profundo: ya no estamos condenados a responder siempre a la exigencia, podemos empezar a elegir.
La terapia es un espacio privilegiado para este trabajo. No busca dar consejos ni recetas, sino acompañar en el proceso de distinguir qué parte de lo que nos mueve nos pertenece realmente, y qué parte responde a voces ajenas.
No se trata de eliminar los mandatos, sino de ubicarlos en un lugar distinto: reconocer de dónde vienen, qué función tuvieron en nuestra vida y qué queremos hacer con ellos hoy. La diferencia está en poder decir: “sí, esto lo hago porque lo deseo” o “esto ya no lo elijo, aunque antes me lo exigieran”.
Ese discernimiento abre una posibilidad nueva: la de una vida más auténtica, una vida más propia.
En síntesis: en un mundo que nos empuja a rendir, poder detenerse a escuchar el propio deseo es un acto de cuidado y de valentía. La terapia es un lugar para separar tu deseo de las voces que te empujan. Si te identificás con esto, podés escribirme y coordinamos una entrevista.
Crédito de la imagen destacada: foto de James Wheeler – https://www.pexels.com/es-es/foto/foto-de-camino-rodeado-de-abetos-1578750/
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