Vengo de una historia marcada por el movimiento.
De mi padre heredé el aire: el vuelo, la dirección, el impulso de ir más alto. El piloto de caza que fue, con su precisión y su riesgo, me enseñó la fuerza del foco y también el costo de perder contacto con la tierra.
Durante años lo critiqué por esa distancia —por no haber estado más presente—, y sin darme cuenta, muchas veces yo también viví demasiado en el aire. Hoy aprendo a integrar: volar, sí, pero con raíces.
De mi amigo Diego Rombys, el marino, aprendí la calma y la lectura del clima. No se trata de dominar el mar, sino de entender sus corrientes y ajustar el rumbo. Del vuelo a la navegación: del control a la confianza. El mar me enseñó a trabajar desde la escucha, no desde la fuerza.
Y de mi abuelo Renato, el cronometrista, aprendí el ritmo. El tiempo de la carrera, el sentido del equipo, la importancia de saber cuándo tirar y cuándo dejarse llevar por el pelotón. De él viene mi amor por los procesos, por acompañar el pulso humano más que el resultado inmediato.
Aire, mar y tierra en movimiento: tres lenguajes de orientación que hoy se vuelven brújula interior. Mi manera de estar en el mundo profesional —como psicólogo, consultor y acompañante— nace de esas tres herencias: el foco, la escucha y el ritmo.
Ya no busco ganar altura ni velocidad. Busco equilibrio.
Entre el impulso y la paciencia, entre el viento y el agua, entre la acción y la presencia.
Esa es mi forma actual de navegar, de volar, de vivir.
