De niño pasaba horas leyendo libros sobre la Segunda Guerra Mundial. Batallas, aviones, estrategias. No sabía entonces que, detrás de esas historias de fuego, algo en mí ya estaba aprendiendo a leer el cielo. Me fascinaba el poder del aire, la precisión de los pilotos, la idea de que el rumbo dependía de una sola decisión. Sin entenderlo, ya había algo de mi propio padre en esa fascinación: el vuelo, el riesgo, el impulso.

Años después, la vida me trajo a vivir a un edificio llamado Normandie. Y cada vez que entro, sonrío por dentro: el niño que leía sobre la guerra vive ahora en un lugar que lleva el nombre del día en que la guerra empezó a terminar. Del desembarco al descanso.
Las columnas de mi casa, así como algunas de mis lecturas favoritas, me recuerdan a Roma, a la solidez, al arte de sostener el peso con belleza. Entre las plantas, las guitarras y la luz del mediodía, algo en mí encuentra su propio orden.

Ya no necesito ganar altura ni planear estrategias. Necesito habitar la calma. El aire sigue siendo mi elemento, pero ahora vuela desde otro lugar: ya no desde la fuerza, sino desde la confianza.
Donde antes hubo combate, hoy hay hogar.
A veces el vuelo madura en la calma.
De la guerra a Roma hay un mismo aprendizaje:
aprender a sostener la fuerza con suavidad,
a convertir la estrategia en estructura,
y el impulso en forma.
Lo que antes fue cielo y combate, hoy es tierra y hogar.
Este texto dialoga con “Never Surrender”, escrito en 2021.
Si entonces hablaba de resistir, hoy hablo de rendirme sin perderme.
De pasar del combate al hogar, del impulso al reposo, del cielo abierto al refugio interno.
